Esa tarde el cielo se miraba un tanto más gris. El último guiño del sol había muerto y la noche prometía oscurecer cada rincón de aquel prado vacío en el que seguían poniendo los cimientos de la construcción. La última tolva del día llegó a tiempo y ya estaba en posición.

Cuando estaciona su camión, Rogelio Briones abre la puerta, asoma la cara y sus ojos se tornan más oscuros tras el paso de una nube negra que se roba los últimos destellos de luz. El pistón de la tolva en ese momento se levanta. Parado sobre el escalón, a punto de bajar, este joven operador se sujeta fuerte del pasamanos. Siente la ráfaga del viento en todo su cuerpo.

Años después habría de recordar aquella remota tarde en que creyó ver la pólvora de las películas. Esa representación inconsciente, en la que hay un camino de fuego que inició con un cerillo y terminaría en el cubo naranja del TNT. La imagen de este recuerdo: la tolva en todo lo alto, el viento inclemente soplado por una fuerza superior, un cable de alta tensión que baila cómplice del ritmo del aire, el operador que no da el salto salvador.

Un solo segundo bastó para que el cable desahogara su ira sobre el cubo de acero. La tolva recibió y reprodujo la descarga eléctrica. Ésa es la fotografía que permanece en la memoria de Rogelio: los rayos feroces recorriendo el cable, la tolva, el camión, las llantas y, de pronto… nada. El impacto lo lanzó al menos cinco metros.

“Fue como una máquina de toques, pero con una intensidad nunca antes sentida, en todo el cuerpo, en las manos, el abdomen, las piernas, la cara. Me quedé tirado como dos minutos y no podía moverme. Solamente recuerdo el cielo cada vez más negro, mi cuerpo engarrotado y hasta sentía como si por dentro todo se me hubiera encogido”.

Después del impacto, al fin pudo incorporarse preocupado por el camión, el aire, los cables. Tomó sus guantes, un palo y, todavía con la electricidad recorriendo su cuerpo, se subió para despegarlos de la tolva. No había reparado en que la descarga provocó un apagón en la región: los cables estaban muertos.

Hasta para pedir auxilio a su patrón o acudir a un médico tenía que movilizarse. Mejor tomó su camión y llegó a su casa, en Puebla. Llamó a la empresa y les contó. La terapia de rehabilitación le tomó dos meses. El coxis fue lo más grave. Renqueaba al caminar.

La clave, afirma, fue su afición a la lucha libre. El ejercicio y las horas de entrenamiento le permitieron salir más rápido del golpe que se llevó en aquel incidente. Incluso, algún diagnóstico sugería que no podría volver a conducir ni a pelear.

Hoy, a los 32 años de edad y con una trayectoria de 16 al volante y nueve en el ring, Rogelio Briones alterna sus pasiones en busca de mejores oportunidades. Conoce el proyecto de la NOM-087 sobre horas de conducción y considera que del dicho al hecho hay mucho trecho, pues una ley de esta naturaleza requiere esfuerzos de todas las partes involucradas.

Él cumple con lo que le corresponde, afirma, y considera que para evitar jornadas de 18 o 20 horas para un operador, se necesita que no haya corrupción de ambos lados, pues los tiempos de entrega, llevar perecederos o el transporte de animales, son viajes en los que no siempre se puede planear un descanso para el conductor.

“Llevo un perro de juguete colgado en mi camión. Junto con él, la soledad es mi mejor compañera. Voy y vengo a donde me lleve el camino. Desde niño quise ser trailero y ahora este trabajo me ha dado la oportunidad de admirar paisajes que ni en las películas se ven. Esto no lo cambio por nada”. Con esta convicción, Rogelio Briones sigue escribiendo su propia historia a bordo de su camión, que circula por esta remota Autopista del Sur.