El sol del mediodía cocinaba el dolor. Había sido una mañana amarilla, llena de flores y de tierra. Los velos negros cubrían el rostro de las mujeres que le daban el pésame a la madre. Parecía como si el viento también estuviera de luto. Ese día en Atotonilco el Grande habría de ser recordado como uno de los más secos en la historia de quienes vieron crecer las casas de adobe con cada luna.

El “Racadas” conocía el oficio. Le hacía mecánica a los camiones, rabones, tortons y hasta a los tractores que araban la tierra de los agricultores hidalguenses. A su hijo los Reyes Magos le trajeron una bicicleta. Una enfermedad le provocaba ataques epilépticos al muchacho, por lo que sus padres le proporcionaban cuidados aún más especiales para que creciera igual que los niños del lugar.

Bajo el cielo árido de Hidalgo, esa mañana se acabaron los días del muchacho. Se cayó de la bicicleta y el golpe fue fatal. El “Racadas”, su esposa y su hija estaban devastados. Eran originarios de Tempoal, Veracruz, y querían enterrar al chamaco allá en su tierra. Una carroza con los permisos para salir de Hidalgo habría costado carísima y no tenían cómo pagarla.

Los colegas camioneros se pusieron de acuerdo y cooperaron para alivianar al “Racadas” a fin de que pudiera pagar el traslado. Pero aún tenía más gastos, como el de la caja misma y los servicios funerarios básicos. No había más dinero. Un camarada pensó en voz alta: “¿Y si lo subimos al camión y nos lo llevamos así?” Silencio. El sonido de la madre ahogando su llanto todavía se oía cuando todos cruzaron los brazos pensando lo mismo.

El patrón del “Racadas” sugirió: “Yo pongo el camión, nomás que se lo lleve el ‘Judas’ y acondicionamos bien para que también se vayan los padres y la hermana del muchacho”. El “Judas” fue desde siempre el 10-28 de Ernesto Ordaz. Hijo de un agricultor hidalguense, por aquella época no debía rebasar los 18 años. Admiraba al padre del difunto y lo quería bien. Eran amigos. Sin miramientos aceptó la sugerencia del patrón.

“Nomás hay que tener cuidado con un retén de soldados allá por donde termina la sierra en Tehuetlán”, advirtió una voz de la que no se pudo ver el rostro.

Como mandan los cánones del camino, pusieron a media lona el camión ganadero y subieron la caja con el cuerpo del niño. Acomodaron un par de sillitas para los padres, pero la madre prefirió ir de copiloto con su hija. El “Racadas” se quedó solo con su hijo. El “Judas” arrancó y empezó uno de sus primeros viajes, quizá el que más marcó su vida como operador. Treinta años después, valora como pocos la fraternidad entre la “colegancia”.

Iba bien asustado, le sudaban las manos y espejeaba y espejeaba para ver que no viniera ningún policía o algún camión de soldados. La instrucción era clara: si lo paraban diría que venía vacío. Justo como señalara la premonición de aquella voz sin rostro, allá donde acaba la sierra estaba el retén advertido.

−Qué hay, joven. ¿De dónde viene, qué lleva, a dónde va?
−No, pues aquí, mi jefe, voy para el rancho de mi compadre y voy vacío, vengo de acá de Atotonilco. Apenas voy a cargar.
−¿Y esa lona?

El “Judas” recuerda que sudaba y sudaba. Le temblaban las manos y la voz. Decir que estaba nervioso sería muy poco, estaba aterrado. El soldado leyó la ansiedad del joven operador en sus ojos y le dijo que revisaría la caja. Antes de que el uniformado subiera los escalones, bajó el “Racadas”.

No se sabe si sus lágrimas eran de coraje, de dolor o de muerte, pero eran lágrimas de un hombre que lo ha perdido todo. Le explicó la situación al soldado, con detalles. Éste se sorprendió, pero al mismo tiempo se conmovió. Dudó un poco y los dejó pasar. “Nomás ponte abusado, chamaco”, le dijo al “Judas”.

Eso fue cuando tenía 18 años. Ahora el “Judas” está cerca de cumplir los 50 y recuerda con nostalgia y también con agradecimiento este episodio. Es padre de familia, maneja su propio camión, “El Negro”, y tiene clara una cosa: mientras Dios le dé tiempo y el cuerpo le dé fuerzas, seguirá contando historias rodando por esta remota Autopista del Sur.