El sol de Los Mochis arreciaba furioso. Llevaban ya todo el fin de semana esperando carga de regreso a la capital. Era temporada de papa y no fue sino hasta el lunes que consiguieron flete para los dos tractos. Miguel y Juan Manuel subieron a sus vehículos y tomaron camino.

El pequeño convoy que formaban los hermanos López venía despacio. Sin prisa, pero sin pausa. Tomaron la carretera federal de Tepic hacia Guadalajara, en la hermosa sierra de Plan de Barrancas. Los últimos rayos amarillos se metían de frente en el parabrisas. Sublime, el paisaje verde se iba muriendo de a poco. Sus colores se apagaban con cada kilómetro devorado.

Habían hecho algunas escalas para comer algo y estirar las piernas. El cielo se alimentaba de las últimas nubes oscuras y, ya entrada la noche, aparcaron para dormir un largo rato. Ya con el calor de la mañana reanudaron el viaje. Parejitos iban los dos camiones, uno tras otro. Se hacían bromas por la radio y mantenían constante la velocidad del trayecto.

Una nueva escala para el almuerzo y camino de vuelta. Así es la rutina de los traileros: la carretera es la vida. Por ahí de las tres de la tarde, ya en el municipio de Ahuacatlán, se detuvieron para hacer una comida y tomar un descanso más prolongado.

En esa zona, la subida de la sierra se hace pesada, lenta como película francesa. Juan Manuel, el mayor, avanza primero. Miguel lo sigue como cuando eran niños y les tocaba hacer un mandado. Quizá por instinto, pero siempre se aseguraba de adelantar camino para que su hermano menor caminara más seguro. La carretera también está llena de metáforas.

De la nada, como un infarto, un chasquido o un tiro de gracia, el camión de atrás se apaga. Miguel intenta reanimarlo. Es inútil. El puro impulso de sus últimos suspiros le permite arrimarse al siguiente acotamiento. El mayor de los hermanos observa la maniobra por el espejo retrovisor y también se orilla. Baja del camión y regresa para dar auxilio.

–Qué pasó, Tachido, ¿estás bien?
–Sí, Chino, nomás que el carro de pronto se apagó. Apenas me dio chance de aparcar y ya no arrancó.

Desde que son traileros, este par de hermanos perdió su nombre de pila. Llevan ya varios años llamándose por sus 10-28.

El Chino se agachó para revisar debajo del motor. Tachido lo secundó, otra vez. El mayor fue a buscar unas herramientas en su tracto. Cuando regresó vio una silueta lejana que se acercaba al vehículo descompuesto. Apenas se distinguía el cuerpo de un hombre pequeño, el sombrero y a la bestia que lo cargaba.

Llegó donde su hermano, le pasó las herramientas y echó un vistazo para atrás. Ya casi llegaba aquel señor arrugado, con aspecto sediento y montando un caballo mal alimentado.

–Buenas tardes, Don, dijo el Chino.
–Buenas tardes, jóvenes.

Miguel se asomó para comprobar que no era otra broma de su hermano. Vio al señor allá arriba, con el cansancio del camino acumulado en las bolsas de los ojos. Sus botas sucias, gastadas, y la ropa que hacía muchos años había sido nueva. El animal se veía corrioso. Flaco, flaco, pero bien resistente.

–Oigan, muchachos, ¿para dónde queda Guadalajara?

La pregunta sorprendió a los hermanos, ya que cualquiera que hubiera llegado a este punto de la carretera sabía la respuesta. Señalaron el camino, justo como venía el viajero, y siguieron el suyo. La bestia de carga empezó el trote y un momento después el camión rugió de nuevo.

Tachido salió de debajo del tracto y por curiosidad volteó para ver por dónde iba aquel jinete de otro tiempo. No estaba. Le preguntó a su hermano, buscaron con la mirada en todas direcciones y no hallaron su rastro. Continuaron su camino y no lo volvieron a ver ni siquiera más adelante.

Justo cuando cayó la noche llegaron a Magdalena. Aparcaron y entraron a cenar en un restaurantito. Para no quedarse con la duda, Miguel le preguntó a la dueña del lugar si no había visto a un hombre ya mayor que venía a caballo. Trae un sombrero y unas botas viejitas, le dijo.

La señora disimuló una sonrisa cómplice. “Ay, ese canijo Jinete sigue haciendo de las suyas”. Los hermanos se voltearon a ver con la mirada que años atrás habían inventado cuando no sabían de qué se trataba el asunto.

Les contó que, en efecto, no eran los primeros y, al parecer, ni los últimos en ver al famoso Jinete. “También se le conoce como el Diablo. Cuenta la leyenda que era un señor que criaba caballos, pero que un día agarró carretera rumbo a Guadalajara y un trailero lo arrolló. Según se dice cuando hallaron el cuerpo no tenía botas ni sombrero. Del caballo no se supo más.

“Y seguido se aparece en estos rumbos. Seguro su alma no descansa y sigue perdida buscando su camino hacia la capital”, narró la mujer. Los hermanos escuchaban inmóviles, incrédulos y con la misma sensación que conocieron en la infancia cuando veían películas de miedo. Ninguno lo dijo, pero preferían pasar la noche tomando café en vez de irse cada uno a su tracto. Ya mañana, con el primer trazo de color en el cielo, retomarían su camino por esta remota Autopista del Sur.