La mañana pintaba de gris cualquier insinuación de color. En ese tramo, la carretera se vuelve un tanto incómoda: el camión va brincoteando los baches y resintiendo las heridas que dibujan el asfalto. De ida y vuelta, el tránsito de la 57 se va poniendo denso y de a poco van pasando los viajeros.

Allá lejos se mira un tractocamión con doble remolque que lleva varillas. Cerca de Santa María del Río, con dirección a San Luis Potosí, la suerte lo espera. Del otro lado van dos trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, David y su compañero inspeccionan la zona y prenden la direccional para tomar el retorno. Ahí están, esperando su momento.

Ven pasar una patrulla de la Policía Federal. Ahora aceleran. Se van incorporando mientras voltean hacia atrás, a la derecha, para confirmar que se pueden pegar hasta el carril de baja. La polvareda no les deja ver más allá de 10, 15 metros máximo. De entre la nube sale un tractocamión que ventila el horizonte y les deja mirar la escena trágica.

El monstruo de acero yace sobre el acotamiento de la carretera. No hay peritaje, pero a ojo de buen cubero la falla apunta al dolly. La inercia de la carga descontrolada llegó al tractocamión. El operador perdió el control y la unidad se volteó. Los de la CFE ya no vieron el accidente. Solo el camión de lado. Se orillaron para auxiliar.

–¿Eres tú el chofer?
–Sí.
–¿Estás bien, te puedo ayudar en algo?
–Espérame.

David Bogar Hernández comprende, pues lo ve aturdido, espantado y haciendo un esfuerzo realmente grande por asimilar el accidente. Cuando él andaba arriba de un camión también le pasó y conoce perfecto ese sentimiento. Apurado, empujado por el ansia, el operador regresa a la cabina de su camión buscando algo, quizá a alguien. Está desesperado.

–En serio, ¿puedo ayudarte en algo?, repite David.
–Espérame, insiste el operador. Sigue buscando, escarbando, desenterrando.
–En serio, puedes confiar en mí. Solo quiero ayudar. Si necesitas que te guarde algo, con confianza. Yo soy de San Luis, ahí está mi vehículo de la CFE.
–Es que apenas me empezaba a alivianar. Yo también soy de San Luis.

David percibió más tranquilo al operador e insistió con la oferta. En serio, ¿te puedo ayudar? Luego de algunas bocanadas que le regresaron un poco de paz, el conductor le agradeció y le dijo que no, que ahorita le llamaba a su papá. Se despidieron. El operador se comunicó con su padre y le contó del accidente. Vino en su auxilio.

Horas después, David Bogar volvió a pasar por el mismo lugar. Las torretas encendidas de una grúa abanderaban el siniestro. Por mera curiosidad, quien relata esta historia echó un vistazo en busca del operador. Ahí seguía. No estaba solo. David volvió a detenerse para saber si podía ayudar en algo. La escena era estremecedora.

Un niño abrazaba al operador como solo sabe abrazar el amor genuino. Por un momento, David pensó que quizá el menor venía en el tracto a la hora del accidente. Se acercó a preguntar. “No, es mi hijo. Lo trajo mi papá. Le contó que tuve un problema con el camión y se quiso venir. Cuando vio cómo quedó el carro se echó a correr a abrazarme. Casi no le cumplo la promesa”.

Aterrado, el niño se aferraba a su padre. Solo le pidió una cosa: “por favor, Papá, nunca vayas a abandonarme porque yo nunca te abandonaré a ti”.

Las lágrimas del operador caían lentas y vivas. Las manos de su hijo seguían ancladas en su cuerpo, en su vida, en su historia. En ese momento recordó que el amor filial seguiría siendo el principal motor para continuar el camino sobre esta remota Autopista del Sur.