La cita era temprano. Había que estar en Cuautitlán a las diez de la mañana. Las varillas reposaban sobre las plataformas del full cuando Federico Escamilla bajó de su camión y preguntó por el andén de descarga. Recibió indicaciones y le pidieron que antes debía pasar a la báscula. Era la primera vez que hacía una entrega para este cliente y mientras llegaba su turno echó un vistazo para calcular la maniobra.

El sol de la mañana calentaba el aire de las bocanadas que daban los últimos días del invierno. Tenía sed. Luego de imaginar cómo sería la descarga volvió a su camión. Antes de llegar vio a los tres uniformados que inspeccionaban su Columbia y lo esperaban junto a su patrulla, como dicen, con mirada de pocos amigos.

–Ya le llamamos a la grúa. Recibimos un reporte de que llevas aquí parado más de una hora. A ver tus papeles.

Habían pasado, acaso, 10 minutos, recuerda el operador. Subió al vehículo y mientras sacaba sus documentos, uno de los policías estatales, también arriba del camión, le pidió que abriera su maleta. Federico lo hizo. Qué es eso, preguntó el oficial. Cuál, no sé. No te hagas, esto. Le enseñó una bolsita con pastillas que el policía afirmaba eran anfetaminas.

Eso no es mío. Yo sé lo que traigo en mi camión y más bien creo que usted ya las traía, argumentó Federico. No me quieras ver la cara, lo increpó el estatal. Bájate y métete a la patrulla. Ya valiste.

Cuando salieron del camión, los otros dos oficiales –un hombre y una mujer– metieron al operador a su patrulla. El otro se quedó con los papeles y también le quitó el teléfono. Argumentando la supuesta posesión de drogas se llevaron el vehículo y al operador a una especie de corralón que tienen ahí cerca. Los policías dijeron que ya era un asunto mayor.

Antes, durante y después del recorrido los policías se turnaron para amedrentar, amenazar y golpear a Federico. Si quería que lo soltaran y que le regresaran el camión con la carga debía conseguir 25,000 pesos. Y hazle como quieras, advirtieron. Incomunicado, era imposible hacer algo.

Uno de los agentes le preguntó por el número de la empresa en la que trabajaba. Se comunicaron con el supervisor de la línea regiomontana en la que Federico ha laborado por 20 años. El interlocutor sospechó que algo andaba mal. La insistencia en las llamadas y el regateo del oficial dejaba ver que se trataba de un caso de extorsión.

De este lado, Federico alcanzaba a escuchar que el policía empezó la oferta en 25,000 pesos y la fue bajando a 20, 18, 15, 10 y hasta 8,000 pesos para soltar al operador. Los tres uniformadores se turnaban para vigilarlo y, eventualmente, volver a golpearlo. Incluso lo esposaron. La sed de las diez de la mañana se había prolongado a las tres de la tarde y él esperaba en el asiento trasero de una patrulla del Estado de México.

Una mujer llegó a donde la patrulla e increpó a los oficiales. Bastaron unos quince minutos y, apresurados, nerviosos, azorados, le aventaron los papeles a Federico, le quitaron las esposas, le devolvieron su teléfono y lo bajaron de la patrulla. Toma, ya vete. Anda, ya vete.

Él no daba crédito. La persona que había gestionado su liberación fue enviada por la empresa regiomontana y no tuvo que dar un solo centavo para resolver el asunto. Le dijo a Federico que se subiera a su camión, que ella lo escoltaría. Así fue, una vez tomada la carretera, ella se siguió y él no supo más.

Ya no podía ir a descargar, pues eran casi las cinco. Todo el día perdido. Volvió a la mañana siguiente y contó su martirio a los colegas que se formaban en el andén y varios coincidían en que tuvo suerte, ya que hay casos en los que sí han tenido que dar desde 3,000 hasta 10,000 pesos. Para muchos ese ha sido el precio de seguir circulando en esta remota Autopista del Sur.