El último tramo había sido más bien tedioso. Entre Poza Rica y Cardel, hay una parte de la carretera que es angosta, lenta, pesada. El full marchaba normal. Una sola parada para cargar combustible y listo, camino arriba con la aparición de las primeras estrellas de una noche de abril.

Una vez superada Laguna Verde, en el tramo de La Mancha, la carretera se amplía a cuatro carriles. Y fue ahí donde sucedió. Pasadas las ocho de la noche y luego de cinco horas de viaje, el operador del tractocamión que transportaba dos semirremolques llenos de solvente vio por el retrovisor a una camioneta oscura que le hacía señas para que se detuviera.

La torreta no era de la Policía Federal. Ricardo Escalona, operador desde hace 22 años, no hizo caso a las señales y siguió de largo. Iba acompañado de su compadre, a quien le daría un aventón a Coatzacoalcos. Al ver la negativa, la camioneta rebasó a la unidad marcada con el número 24 de la empresa regiomontana Quimicompuestos. Le cerró el paso.

Bajaron cuatro personas armadas. Abrieron la puerta y bajaron al conductor. El miedo había llevado al copiloto a esconderse en el camarote. También lo bajaron. Los esculcaron, los golpearon y los subieron a la camioneta. Nunca más se supo del vehículo ni de la carga.

“Ya arriba de la camioneta, con la cabeza agachada, solo sentíamos el miedo, la impotencia y la velocidad que amenazaba con arrojarnos fuera del vehículo, ya que no teníamos de dónde agarrarnos”.

Luego de un buen tramo en carretera, la camioneta entró en terracería. Adentro, más adentro. Pararon la marcha. Bajaron, siempre con la mirada ausente: uno detrás de otro. Cortaron cartucho. “Creí que me iban a matar”.

Caminaron por entre la maleza. La noche se hacía más densa y, de haber podido, Ricardo Escalona y su compadre solo hubieran visto siluetas. Ramas, hierba, lodo. Miedo. Hasta que los echaron al piso, bocabajo. Manos y piernas amarradas. Los hombre armados permanecieron ahí. Una hora, dos, tres, cuatro, cinco, más de seis horas. El alba no tardaba.

El temor se había estancado, pero la incertidumbre, el frío y las ganas de que algo sucediera se habían agigantado. Hasta que, al fin, las palabras fueron escupidas de arriba abajo: “De aquí no se van a mover hasta que se vea la luz del día. Si lo intentan, los matamos”.

Así lo hicieron. Casi una hora después, aún con la cara expuesta a la tierra y a los riesgos de la maleza brava, ambos se pusieron de espaldas y lograron desamarrarse. Caminaron sin dirección, apenas guiados por los ruidos aislados de algún carro que pasaba por la carretera más próxima. No sabían nada. No traían nada. No veían nada.

Antes de llegar al libramiento que los había guiado, vieron pasar a un señor. Le pidieron ayuda. “Dónde estamos”, preguntaron. Al verlos sucios, desconocidos, alterados, no les hizo caso. Luego Ricardo se soltó a contarle lo que había pasado. El hombre se compadeció.

Estaban en Chichicastle, un pueblo a dos kilómetros de Cardel y como a 30 de Jalapa. “Un favor, déjeme hacer una llamada”. El lugareño no tenía teléfono local, pero sí les prestó uno móvil que estaba en su casa, la primera que se veía desde donde los encontró y hasta allá los llevó.

Ricardo Escalona llamó a su casa. Le pidió a su esposa que se comunicara con la licenciada de la empresa y le contara lo que había pasado. También le pidió que le abonara crédito al teléfono del que marcaba y le dijo que se podían comunicar con él a ese número.

Así fue. Veinte minutos más tarde, la licenciada de la empresa marcó al celular del señor que auxilió a Ricardo y a su compadre. Le contó lo sucedido y le dijo dónde estaba. Ella le pidió que se fuera a levantar el acta. Cardel era el lugar más cercano. No tenían un solo peso en la bolsa.

Además de prestarle el teléfono, el señor le dio 15 pesos para pagar el pasaje que lo llevara a Cardel. Ahí tenía que procurarse a una persona que pudiera cobrar un dinero que le depositaría la licenciada de la empresa. Antes de eso se despidió de su compadre, quien consiguió un aventón de regreso a la Ciudad de México.

Ya en Cardel se dirigió directamente al Ministerio Público. Quería levantar el acta por el robo de un tráiler. Lo primero que le preguntaron fue cuánto le habían dado por el supuesto robo. Ricardo se indignó y pidió hablar con el responsable de la dependencia, a quien le contó lo sucedido y le pidió el favor de una credencial de elector para retirar el dinero que le quedaron de mandar de la empresa.

Consiguieron a la persona que retiraría el dinero, y fueron a un Elektra donde ya estaban depositados los 3,000 pesos de Quimicompuestos. El favor le salió en 400 pesos, pues la persona que lo acompañó a hacer la transacción le dijo que eso era lo que había valido la caminata. No era de a gratis, le dijo.

Además, resultó que ahí no procedía la denuncia, ya que tenía que ir a Palma Sola. Lo único que pudieron hacer fue llamar al MP móvil que lo podía llevar a esa localidad a levantar el acta. Ya de camino, la persona que lo escoltaba lo amedrentó al decirle que tendría que confesarle cómo estuvo el supuesto asalto, su complicidad, su parte del botín, todo.

Ricardo Escalona se indignó y no tuvo miramientos para reclamar el trato y aclarar que de haber participado en el robo no estaría ahí, padeciendo esos interrogatorios mientras los verdaderos rateros se ríen de las autoridades que no hacen nada al respecto: “Me dio un cachetadón”.

Lo llevaron a Jalapa y levantó el acta. El trámite estaba hecho. Días después, junto con el representante legal de la empresa, ratificaron la demanda. La licenciada lo increpó: “¿Por qué no les aventaste el carro o algo para evitar el robo?”.

Dos años antes, recuerda Escalona, en el mismo tramo habían matado a un compañero que intentó resistirse a un robo. Lo encontraron baleado en el camarote y con las pipas vacías. Por eso no les había aventado el carro.

“Bueno”, dijo la licenciada, “como no les aventaste el carro, basta que nosotros le llamemos al MP para que te metan a la cárcel por haber sido cómplice”. Apenas salió del Ministerio en Palma Sola, un colega le dio un aventón hasta Monterrey. “Vengo a dar la cara porque yo no me robé nada”, dijo. La empresa insistía en la complicidad del operador y el único acuerdo al que pudieron llegar fue el despido. Lo liquidaron de acuerdo a la ley, pero no fue sencillo volver a subirse a un camión.

Cada entrevista a la que acudía se veía frustrada porque la referencia laboral más reciente era esa: le robaron el camión. Durante cuatro meses no consiguió nada. “Muerte civil” son las palabras con las que describe Escalona esa etapa de su vida. Así se sentía hasta que le dieron una nueva oportunidad para seguir rodando en esta remota autopista del sur.

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