Hace casi un año, Laura tomó quizá la decisión más difícil de su vida: conducir un camión o quedarse en su casa. No fue fácil, pero para entenderlo habría que imaginar que el rugido de un freno con motor en las Cumbres de Maltrata se quedaría corto frente el ruido que se ahogaba en sus entrañas: el deseo de convertirse en operadora pudo más que estas tierras y el silencio.

Desde niña, en Orizaba, Laura Flores se subía al techo de su casa a jugar cualquier cosa que no fuera considerado de niñas. Siempre prefirió el futbol, los coches o las luchas. Eso sí, cada que se oía el temblor de las máquinas frenando un camión, su corazón latía más fuerte y la emoción le duraba un buen rato. Al menos ese sonido y aquella sensación le duraron hasta ahora.

Más por inercia que por haberlo planeado, cuando creció se convirtió en esposa, madre y empleada. Nunca le dio miedo el trabajo y probó suerte en fábricas y restaurantes. “Siempre había algo que no acababa de llenarse”, recuerda.

Operador de oficio, su esposo la invitaba de cuando en cuando a darse una vuelta arriba del tracto. Algo muy parecido a las cosquillas le pasaba por la espalda y por las manos. Nerviosa, un día le dijo a él que si la dejaba manejar tantito. “Ándale, pues, dale para que veas lo que se siente y se te quiten las ganas”.

El camión la mordió y no la soltó. Apenas dejó el volante tuvo claro que eso quería hacer el resto de su vida. Mientras masticaba la idea y trazaba una ruta en la mente, veía a otros conductores y se imaginaba estando de aquel lado, ganando kilómetros, esperando una carga, tomando un café o “un algo con algo”. Estaba claro, quería convertirse en trailera.

–¿O el tráiler o yo?– sentenció el marido.

No fue fácil, confiesa quien responde al 10-28 de “La Novata”. Siguió su sueño, perdió el matrimonio y tuvo que iniciar desde el kilómetro cero con todo en su contra, incluso su familia se oponía a la travesía, decían, propia de los hombres.

Empezó moviendo los camiones de algunos colegas. Lo hacía de a gratis con tal de aprender. Viajaba de incógnita y, en ocasiones, pagan a algún guardia con tal de dejarla pasar con un cliente. Hasta que llegó su oportunidad esperándola en la Sultana del Norte.

“Tomé una maleta llena de sueños. Salí de mi casa en Orizaba y sin un peso. Casi un año después aquí sigo en la Regia, con el pie derecho y pisando fuerte”.

Y ciertamente en un gremio todavía machista, con pocas y valientes mujeres, Laura ha tenido que lidiar con todo tipo de discriminación por ser mujer: desde una mirada hasta las indirectas que cuestionan su capacidad para hacer un “trabajo de hombres”.

A sus 35 años, ahora transporta rollos de acero y transformadores para Transinternacional Logística. Pelea la custodia de sus hijos, aunque los dos menores ya viven con ella. Naturalmente no encaja en el estereotipo de ama de casa, no le gustan las faldas ni los tacones.

Lo más importante son sus hijos y la vida que le dé para darles ejemplo de luchar por sus sueños, por lo que uno quiere. Su acorazado, un Kenworth T800, la aguarda listo para llevarla a cualquier lugar de esta remota Autopista del Sur.