Muchos años atrás, frente al paredón del estacionamiento, aquel operador habría de recibir una llamada urgente. Su esposa estaba por dar a luz y el grito de vida que se oía en su vientre podía ser escuchado en toda la frontera norte. La futura madre en Tijuana y nuestro conductor subiendo por La Rumorosa. La bruma de la carretera adueñándose de todo. No se oyen ladrar los perros.

El tractocamión, que ahora se detiene porque el conductor sintió una especie de escalofrío, un sudor que le enfrío las manos y le engarrotó la mandíbula cuando estaba imaginando a su esposa, allá lejos, tratando de aguantarse al chamaco que ora se asoma, ora se esconde. Esa imagen se había instalado en la mente del operador cuando el tracto empezó a jalonearse. Echó un vistazo y terminó de estrangular una manguera que ya le venía dando lata. En silencio le pidió al “Negro”, su carro, que nomás lo llevara a donde lo esperaba su primogénito y ahora sí le daba su enchulada. Montó la mole de fierros y se volvió a perder cada vez a más velocidad.

La Rumorosa es traicionara, dicen los traileros de la vieja escuela. Si le caes bien, te lleva como arrullando, pero si te descuidas, te engaña y ya no la cuentas. No te confíes, le había dicho su maestro hacía muchos años, cuando recién se subía a acompañarlo en viajes largos. “Es como mi esposa. No hay que descuidarla tanto, porque se siente, pero tampoco hay que estar con los ojos pelados, porque se espanta. Vela midiendo y de cuando en cuando en cuando también te sacará un susto. Al final ella manda, pero tú tienes que hacer lo tuyo. Es difícil de explicar, Chamaco, pero cuando estés de este lado lo sabrás”.

Ahora es el momento. Va subiendo, acaso surcando, los caminos. Piensa en eso que su maestro no supo explicar justo un instante antes de pisar un poco más el acelerador. La bruma de aquel día lejano no lo dejó calcular bien esa curva. Todo se hizo nada. Nadie vio cómo el “Negro” desapareció del camino y fue tragado por el vacío. En este relato no hay una cámara que haya visto la diez vueltas que dio el tractocamión, que a la tercera perdió el remolque, en la sexta se desprendió el motor. No hay quien pueda contar que el resultado era irreconocible. Una montaña de fierros.

Pero el conductor tenía un pendiente. Aunque la muerte le estuviera susurrando en la oreja, tenía una cita con la vida. Se levantó y empezó a andar. El sonido de los perros ladrar le daba esa esperanza. Hacia allá es, ya nomás que pase traslomita, seguro retoma el camino. No sentía dolor, no había sangre, ni un solo golpe que le impidiera llegar, de nuevo, a La Rumorosa. Y llegó. Se echó a andar sobre el acotamiento y miró a un colega parado un poquito más adelante.

–Cordiales, MiBuen. Que el primerísimo te cuide.

–Cordiales, Amigo. Pa’qué soy bueno.

–Tengo que ir a Tijuana porque ya va a nacer mi hijo, pero ahorita no puedo porque tengo que regresar por mi carro. Se me quedó allá atrás. Orita nomás vine para pedir que alguien le lleve este cambio a mi señora. Ya debe estar naciendo el chamaco y no quiero que le falte nada. No seas malo, ¿tú se lo podrías llevar?

–Justo para allá voy. Dime dónde mero está tu casa o con quién y yo se lo llevo.

–Gracias, mi amigo. El primerísimo te lo pagará.

–No, de qué. Ya sabes, arrieros somos.. .

Uno tomó el sobre y volvió a tomar su camino. El otro regresó en busca del “Negro”. Recordó cuando era niño y se había caído de la bici. Llegó a su casa muerto de sed y tomó un sorbo de agua bien grande directo de la llave del patio. Bebió hasta sentirse colmado. Apenas le había dado el sobre a su colega sintió algo muy parecido. Le gustó la idea de haberle dado agua a su alma.

Aquel que había tomado el sobre llegó con las señas que le había dado el dueño del “Negro”. Y sintió la emoción de quien hace lo correcto. La satisfacción de ayudar nomás por ayudar. Traía el sobre. Ni siquiera lo abrió. Tocó a la puerta. Nada. Insistió con más fuerza. Un cuerpo cansado, arrastrado por una sombra vieja, jaló el zaguán. La luz de la mañana no le dejaba observar la cara de quien había llamado segundos antes.

–Buenos días. Oiga, ¿aquí vive la señora Gloria Márquez?

–¿Quién la busca?

–¡Ah!, mire, es que su esposo de ella me pidió que viniera a entregarle este sobre. Me dijo que no pudo venir porque se le descompuso el carro acá en La Rumorosa, pero que la señora Gloria estaba por parir y necesitaba este dinero. ¿Sabe dónde la puedo encontrar?

La mujer que abrió la puerta perdió el color. Le hizo un par de preguntas al mensajero. Confirmó que no mentía. Se presentó. Le dijo que era ella la señora Gloria Márquez. Que recién su esposo había cumplido diez años de muerto, justo donde le pidió el favor a éste. Ella sintió el mismo borbotón que le llenaba la panza como agua que calma la sed. Al mensajero lo inundó el mismo escalofrío que se cuela en las historias mágicas de las seis de la tarde. Se despidió y volvió a su camión, temblando, sobre esta remota Autopista del Sur.