La misión era imposible o bien titánica: a la vez temeraria, irresponsable. “El Tiburón” llevaba tres días sin dormir. Un “perico” tras otro, un café, un cigarro. Solo así pudo llegar a su último destino en Ciudad Mante, Tamaulipas.

Dicen los operadores que no hay pastilla que te mantenga despierto para siempre. En algún momento el cuerpo te cobra la factura y no hay química que lo revierta. La física, en cambio, ejerce su fuerza. Eso le pasó a este conductor de 31 años.

Tomó camino hacia la Ciudad de México bajo el sol de las tres de la tarde. El calor de la 57 se le colaba por la piel descubierta de sus brazos morenos, quemados por los kilómetros ganados en los últimos tres años. Desde el principio le agarró el gusto a esas pastillitas verdes, pero se había prometido no abusar: una en las noches y tal vez dos si se juntan los viajes. No más. Era la primera vez que rompía esta regla. No recuerda cuántos “pericos” se tomó.

Lo último que su mente registra de aquel lejano martes de agosto de 2017 es la sirena de las ambulancias, la ráfaga de ruido que dejan los coches en la carretera, el parabrisas roto de su camión, la sangre en su frente, apenas un hilito que se atoraba en sus cejas.

“Era como si estuviera dormido pero consciente. Como sonámbulo. No sentía frío ni calor y mucho menos el dolor del cabezazo que le di al parabrisas. No tenía sed ni hambre. Lo único real era la nada. Pero estaba consciente”.

Los reportes locales indicaron que el tractocamión conducido por “El Tiburón” invadió el carril contrario y se impactó de frente contra una camioneta: “Dejando ésta en calidad de pérdida total y al sujeto del sexo masculino, de edad avanzada, estando en estado grave”. La vocación por los gerundios siempre aparece en las versiones oficiales.

El responsable del accidente fue detenido y tenía todas las agravantes en su contra. Llamó a su patrón y enseguida le mandaron un abogado. No hay registros del proceso, pero media hora después lo dejaron libre. Hoy se pregunta cómo fue que no lo encerraron en la cárcel de Reynosa.

Horas más tarde, el conductor de la camioneta perdió la vida. El acta de defunción apuntó las causas hacia la diabetes, hipertensión y al menos dos enfermedades más, imposibles de pronunciar. El choque “solo” había complicado su mal estado de salud. “Luego del golpe que le puse, lo acabé de fregar”, relata “El Tiburón”.

Ese día aparecieron las pesadillas. Prefería no dormir porque le daba miedo que el sueño le cobrara la vida de aquel sujeto del sexo masculino. Tampoco comía, ni reía, ni estaba. Sus hijos le contaban chistes, su esposa le platicaba cómo le había ido en el hospital, pero su mirada estaba muy lejos de ahí.

“Me dijeron que era depresión, pero esto era más fuerte. El sentimiento de culpa me apretaba el pecho y mi cabeza no se callaba. Solamente pensaba en esa persona que perdió la vida por mi irresponsabilidad. Dejé de tomar pericos, de hecho no podía subirme al camión; renuncié a mi trabajo, no quería hacer nada. Quería perderme, huir, desaparecer completamente”.

Pero las terapias, el amor de sus dos hijos, la paciencia de su esposa y el apoyo de su familia lo sacaron adelante. Hoy dice que también se aprende a vivir con la culpa, pues esa nunca se va. Pero si tienes la oportunidad de seguir aquí, debes aprovecharla. Por eso, seis meses después se volvió a subir a un camión, consiguió un nuevo empleo y la vida le permitió aprender la lección. Ahí anda, con sus brazos morenos, rodando por esta remota Autopista del Sur.