Sobre el único poste que intenta alumbrar la carretera vigila un pájaro nocturno. El frío se hace tupido y el ave clava el pico en su pecho emplumado. Si uno deja de respirar alcanza a escuchar los pasos del camino. Maltratado, el asfalto exhala el cansancio acumulado del día y reposa tras el paso lento de los vehículos que atraviesan las primeras horas de la madrugada.

Muy cerca de la carretera federal México–Veracruz, en el camino poblano que conecta la Ciudad de México con Tehuacán, hay una zona de curvas que parece interminable. Por sobre dos kilómetros, un camión avanza forzado, baja la marcha y hasta pareciera que respira profundo para emprender la escarpada. La imaginación permitiría suponer que sube caminando.

Por si fuera poco, sobre el camino se levantan los topes que si bien ayudan a los que bajan, entorpece al que sube. No solo eso. Los hace vulnerable. Apenas (y a penas) dan las dos de la mañana, detrás del camión aparece una camioneta que no rebasa. De las faldas de la carretera aparece una sombra, ahora dos, ya son tres.

La capucha de las sudaderas no deja ver sus rostros, pero sus cuerpos menudos delatan la juventud de sus huesos. Las tres sombras, ahora un poco más iluminadas por el faro que recién abandonó aquel animal emplumado que resistía el frío, trepan por la parte trasera del remolque y, de entre sus ropas sucias e impregnadas por la nicotina, sacan un par de herramientas.

La operación es casi mecánica: dos, acaso tres maniobras y la puerta del tráiler ya está abierta. Uno de esos muchachos que perdió la sensibilidad no solo del frío realiza un amarre y deja abierto el remolque. Ahora los tres, como instruidos por un ave de rapiña, saquean la caja del camión que sigue avanzando, ahora más lento.

Abajo hay más sombras que hacen las veces de peón. Recogen lo que aquellos avientan y lo suben a la camioneta. Ésta se llena y se orilla. Se pierde. Pero ya hay otra y la operación continúa. Hay que aprovechar el tramo que les corresponde, pues ahora ya son tres las bandas que se dedican al robo y reventa de lo saqueado entre las dos y las cinco y media de la mañana.

Antes de que el sol aparezca y cuando se apague la luz de aquel poste que ya no se ve, la operación debe terminar. La gente de Santa María Coatepec, en el municipio de San Salvador el Seco, empieza su día temprano y justo con la primera ola de luz aparece una patrulla local. Ya no hay rastro del atraco. No hay reporte, ni camionetas y el camión siguió su camino.

Cuando aquel operador se detenga en la oficina del Ministerio Público hará su denuncia y llamará a su patrón. Quienes han padecido un robo por parte de “Los Molochis” asumen que las policías están coludidas, pues al menos en esos dos kilómetros de calvario, entre las dos y las cinco y media e la madrugada, no hay vigilancia. Religiosamente, el primer vehículo del ayuntamiento aparece cuando amanece. No antes y no después.

Los días en aquel pueblo se parecen. Siempre hay mercancías a mitad de precio: electrodomésticos, muebles, canasta básica y hasta motocicletas. Todo es ofertado en tiendas, puestos callejeros y en las mismas bodegas que ahora velan el descanso de aquellas sombras que ahora roncan en ese rincón que acumula el polvo de las tardes.

Al menos, asegura un vecino, no hay lujo de violencia, sin embargo sí preocupa que la delincuencia infecte a la comunidad y que cuando no haya suficiente en la caja de un camión, decidan ahora buscar en las casas del pueblo. Como ésta, en la que el pájaro nocturno ahora recibe el último calor de la tarde y ve la fila de carros que emprenden su camino en esta remota Autopista del Sur.