Aunque hoy ama el camión y el camino, no siempre fue así. Cuando Daniel Gaytán era niño, no le gustaban para nada y, de hecho, hacía hasta lo imposible para esconderse y que no le tocara acompañar a su papá o a su abuelo cuando se los llevaban a algún viaje.

Daniel Gaytán es el tercer operador de su familia. Primero su abuelo, luego su padre y ahora él, además de ser tocayos también son colegasa, aunque el primero de ellos ya está retirado, pero esta historia se remonta a la década de los ochenta, cuando el primero de ellos le había conseguido trabajo a su primogénito. 

En el caso de aquellos dos, sí sucedió como en muchas ocasiones, ya que el conocimiento y la pasión por el autotransrpote se pasaron también en los genes.

Pero con Daniel no pasó así, pues de sus tres hermanos sólo a él no le gustaba subirse al camión. Su padre los ponía a lavar el camión y de “premio” les daba una vuelta, y ya en vacaciones todos sacaban buenas calificaciones para que los llevaran de viaje varios días. 

Daniel sufría porque le iba bien en la escuela y nunca lo dejaron quedarse en la casa, para salir a jugar con sus amigos. Al contrario, siempre tenía que irse con su padre y sus hermanos a cualquier destino en todo el país. Cada vacación era lo mismo. 

Y así es como recuerda aquellos años de su infancia, con el pesar y el disgusto del trabajo de su padre y de su abuelo. Sus hermanos, en cambio, solían decir que cuando crecieran, también elegirián el volante como forma de vida. Él no, él quería ser médico, justo como su abuelo materno. 

Sus padres siempre les dijeron que los apoyarían en cualquier decisión que tomaran, así que él más bien pensaba en el futuro, en ser grande para que ya no lo obligaran a ir de “vacaciones” en el tracto de su padre. 

Pero fue una vez en que estaba en la preparatoria en que su padre le ofreció llevarlo a un viaje de unos 10 días. Debía llevar y traer fletes en todo el norte del país. Saldrían de su natal Veracruz para subir a Nuevo Laredo y de ahí hasta Tijuana, pasando por cada estado vecino. Por último bajarían a Guadalajara, Ciudad de México y Oaxaca, para después volver a casa. 

A diferencia de aquellos viajes de la infancia, en este, incluso, su padre le pagaría 3,000 pesos. Era trabajo, y sí estuvo pesado en cada zona de carga y descarga y las noches durmiendo en el camión, buscando lugares para bañarse, comer.. .

Lo que más recuerda que su padre tenía la figura de un perro pegada en tablero. Ese era su 10-28, al igual que el de su abuelo. En algún momento uno fue el perro y el otro fue el cachorro, pero con el tiempo los homologaron y los dos también compartieron el apodo. 

Por eso traía la figura ahí pegada, para hacerle honor al 10-28 que le regaló su padre, al igual que el amor por este oficio.

Daniel estaba ahí con su padre, conectando y aprendiendo, dialogando y descubriendo. Durmiendo y avanzando. Se dio cuenta de que su padre amaba lo que hacía y por eso no parecía pesado, como si lo hiciera flotando, volando, como si nada más importara. 

Entendió que de eso se trataba la vida, de hacer lo que uno ama, y justo por eso tenía cierta repulsión por los camiones, porque de niño quería quedarse a jugar en la calle de su casa, pero de pronto vio todo con otros ojos. 

Ya sabía manejar el tracto, así que le pidió a su padre dejarlo manejar unos tramos. Y así fue, le gustó tanto la experiencia de la carretera, la compañía, la música, el café, los cigarros y el trato con los clientes, que cuando menos se dio cuenta, ya le estaba pidiendo trabajo a su padre. 

La única condición que le puso fue que terminara la prepa, porque eso era importante siempre: concluir lo que uno inicia. Y así lo hizo Daniel Gaytán, en lugar de alistarse para la universidad con el sueño de la medicina, su padre le consiguió trabajo en una empresa que estaba contratando. 

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Y desde ahí ya nadie lo bajó del volante. Cuando alguien le preguntó por su 10-28, pensó en su apodo de la infancia, “El Chiquis”, pero ese nunca le había gustado, así que mejor respondió: “El Perro”, como mi padre y mi abuelo.