Pedro y Ricardo González perdieron a sus padres cuando eran muy pequeños: el primero tenía cuatro y el segundo dos años cumplidos cuando se quedaron huérfanos. Un accidente fatal les cambió la vida… al grado de que hoy pueden contar esta historia, la historia de Fletes América. 

Más que por un tema legal, más bien por pura inercia se fueron a vivir con sus abuelos maternos, quienes todavía estaban criando hijos menores de edad, así que llevarse a los nietos fue mero trámite. 

“Ninguno de mis hijos, y menos mis nietos, se va a quedar sin casa, sin comida y sin mi abrazo”, decía su abuela América. 

Y así crecieron en la casa en la que había nacido su madre; entre sus abuelos y los tíos más grandes se encargaron de construirles recuerdos de sus padres, pues en realidad en tanto iban creciendo más lejana era su imagen. 

Uno de sus tíos era operador de transporte y trabajaba mucho, pues quería comprarse su propio camión; los hermanos sin padres suplicaban para que los llevara con él. Les gustaba apretar todos los botones del tracto, ayudarle a cargar lo que fuera, en fin, eran esos niños inquietos que solían salirse con la suya. 

Pedro recuerda que tanto sus abuelos como sus tíos y sus tías, todos, se repartían el rol de padres y madres, pues entendían que eso era lo que ellos necesitaban, o quizá deseaban, pues mientras todos los niños y sus primos tenían una mamá y un papá, pues ellos tenían muchos. 

Así que mientras crecían acompañando a su tío y cumpliendo con la escuela, vieron cómo él cumplió su sueño y se compró un tracto usado, aunque les gustaba decir que era seminuevo, por no decir viejo. Eran adolescentes y no sabían que ese se habría de convertir en el primer vehículo de Fletes América. 

Cuando ambos cursaban la universidad, su tío falleció y les heredó el camión, pues él no tuvo hijos y ellos fueron lo más cercano que tuvo a esa experiencia. Así los quería y ellos también a él. 

Pedro, el mayor, dejó la escuela para trabajar en el tracto, y aunque su hermano quería hacer lo mismo, lo convenció de que terminara bien sus estudios para que después le echara la mano con la parte administrativa. 

A regañadientes, Ricardo acabó la escuela, pero con la condición de que pudiera manejar en sus vacaciones. Apenas obtuvo su título contador público por la Universidad Autónoma del Estado de México, se aventó el compromiso de sacar otro tracto seminuevo (ahora sí) financiado. 

“Se pagará solo”, dijo. Y durante los dos años que le tomó pagarlo, siempre recordaba a su tío, que todo el tiempo les decía que se fijaran una meta y se la quedaran grabada en la mente, hasta que se cumpliera. Y así fue como cumplió con todos los pagos de la segunda unidad de Fletes América. 

Ese nombre se lo pusieron por su abuelo, ya que a pesar de que su madre también se llamaba así, a ella no le gustaba, pero igual para los dos era importante y simbólico ponerle un nombre a la empresa, ahora sí formal.

Ya eran jóvenes disciplinados, ordenados, trabajadores y muy responsables, así que el crecimiento de su empresa se dio casi por añadidura. 

Salvo un par de baches al principio cuando el primer tracto se descompuso y empezó a dar mucha lata. No hubo más remedio que venderlo, pues ya eran puros problemas. 

Lo dejaron ir con mucha tristeza, pero también entendieron que lo importante era el sueño, tanto de su tío como ahora el suyo. Crear una empresa de transporte que les permitiera vivir mejor y construir un patrimonio para sus hijos, cuando llegara el momento. 

También sucedió. Ya tenían unos 10 años con la empresa y un parque vehicular de 15 unidades cuando uno se casó y el otro fue papá, y empezaron a llegar los relevos de, ahora, la tercera generación.

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El primero que tuvo una hija la nombró América, pues así lo habían acordado, pero siempre con buenas intenciones y con la certeza de que la orfandad fue acaso el lazo que los ató para siempre, que los unió tanto y que los ha mantenido juntos hasta la eternidad.

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