Cuando José Luis salió a carretera, no sabía cuán difícil le resultaría volver a casa. El viaje era de la Ciudad de México a Nuevo Laredo, en Tamaulipas. Llevaba alimentos perecederos en su caja refrigerada y allá lo esperaba un flete con materias primas para un laboratorio. Aunque tenía el tiempo exacto, no llevaba prisa. Tomó camino cerca de las ocho de la mañana.
Era jueves y le hacía ilusión que llegara el fin de semana. Le habían organizado una fiesta a su hija menor por sus cuatro años. La temática era de tractocamiones y, casi casi, se sentía invitado de honor. A ella, lo que más le gustaba en toda la vida era viajar con su papá. Tenía las mejores calificaciones y se portaba bien, o tan bien como le era posible, para irse con él cada que fueran vacaciones.
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En días recientes, había corrido mucho el rumor de que la entrada a Guanajuato era peligrosa, que no importaba la hora ni la carga, y mucho menos el modelo del camión. A todos les estaba tocando la mala hora y, rápido en el radio y después en las redes sociales, se enteraban de una nueva tragedia.
De hecho, a su compadre le había tocado hace dos semanas, pero estaba bien, ya que fue “afortunado” al haber sido asaltado sin lujo de violencia. Lo bajaron de su tracto, lo obligaron a abrir el remolque y, ya después, lo amarraron en el camarote sin un solo golpe. En estos tiempos hay que agradecer eso, bromeaban.
La empresa para la que trabaja José Luis no le había hecho ninguna advertencia en particular, pues, en esencia, era un viaje más. Saliendo del nuevo libramiento de Querétaro empezó a notar situaciones irregulares que horas más tarde cobrarían sentido: muy poca gente en las orillas de la carretera, ningún puesto ambulante y muy pocos camiones para ser mediodía.
Por el radio comunicador los colegas reportaban intentos de robo, pero más bien por Michoacán, en Puebla y quizá uno en Veracruz. Cuando llegó a un tramo recto se orilló para estirar las piernas y comprarse un refresco y unos chicles. Aunque también lo notó, no reparó del todo en los pocos colegas que habían estacionado su vehículo en ese lugar, donde típicamente los operadores se detienen a comer o a descansar.
Compró lo que tenía que comprar y, con paso distraído, caminó hacia su camión. Antes de subirse escuchó que se acercaban muchos motores, rápido, sobre la carretera. Se detuvo y los vio venir. Era una fila larga y venían mucho más rápido de lo permitido, quizá a 100 kilómetros por hora o un poco más. Igual le llamó la atención el convoy de al menos 10 unidades.
Se subió a su camión y prendió el radio para ver si alguien comentaba sobre tal convoy. Nada. Antes de arrancar respondió unos mensajes a la empresa, para notificar que todo iba bien, en tiempo y forma. Arrancó y, justo cuando se incorporó a la carretera, se asomaron a lo lejos varias camionetas que, al parecer, también venían muy rápido. No les dio importancia y comenzó a acelerar.
Apenas unos metros más adelante, las camionetas ya le pisaban los talones y le echaban las luces. Por el retrovisor vio cómo habían detenido a un colega que venía atrás. No había que ser muy perspicaz para saber lo que estaba pasando. Todavía venía algunos metros adelante de los maleantes, y pensó que el convoy de transporte no le quedaba muy lejos.
Con miedo, se persignó y le dio con todo. Nunca había rebasado los 100 kilómetros por hora mientras manejaba, pero pensó que siempre había una primera vez. No traía una carga pesada y realizó los cambios con precisión de bisturí. No sabe, o no recuerda, si no quisieron o no pudieron darle alcance, pero sí venían atrás de él.
Pensó que si se pasaba al carril de baja sería el fin. Como no había nada en el radio, fue él quien avisó y pidió ayuda para meterse justo a la mitad del convoy. Casi como película de acción, el antepenúltimo tracto de la fila desaceleró apenas lo suficiente para que José Luis pudiera meterse.
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Su pericia fue suficiente: quizá una película de 8 milímetros lo habría captado mejor. Un colega de la fila iba reportando en el radio lo que pasaba, le indicaba que acelerara, que frenara, que no se despegara nadita. Mantuvieron la velocidad constante hasta que las camionetas desistieron y se quedaron muy atrás.
Igual y se arrepentían y los alcanzaban, así que todos, a una voz, acordaron no detener el paso, al menos hasta la próxima caseta. Así lo hicieron y José Luis se sintió a salvo. Empezó a recordar las señales que precedieron su camino. Los signos que vio y no atendió. Lo que, según él, le estaba comunicando la carretera. Sonrió y pensó que ya no se despegaría del convoy hasta donde fuera posible. Quería volver a casa para la fiesta de su hija y seguir rodando por esta remota Autopista del Sur.