Al fondo del pasillo hay una sala de espera. En realidad es una parte del patio que está techada y tiene unas cinco sillas de plástico en mal estado, una televisión que transmite las noticias y un garrafón de agua, vacío. Ahí yacen seis operadores que pierden el tiempo viendo su celular, dando pasos sin dirección y uno ya lleva más de 20 minutos tomando una siesta.
El que llega ahí acaba de dejar su tractocamión en la fila para entrar a la descarga. Le dijeron que iban retrasados, que mejor se fuera para allá, a esperar, y que cuando fuera su turno le echaban un grito. No es su primera vez, así que, resignado, empujó sus pasos a ese espacio mal llamado sala de espera.
Ahí había un par de amigos suyos y los saludó. Uno llevaba dos y él otro tres horas de espera. Intentó tomar un poco de agua y fue cuando se dio cuenta de que el garrafón estaba vacío. Después se actualizaron un poco y la plática sinsentido fue el hilo conductor de los próximos diez minutos.
Después de unas dos o tres horas, los colegas que llevaban más tiempo empezaron a irse. Les llamaban para mover sus unidades y de una vez se despedían con una frase que había vuelto común: que te sea leve.
El que lleva ya mucho rato esperando se sienta en una de las sillas de plástico rígido y hojea una revista incompleta que estaba por ahí. La letra le parece demasiado pequeña y las palabras muy pronto lo arrullan, así que, sin darse cuenta, se queda dormido con las manos sobre su regazo.
Él no lo sabe, o quizá sí, pero el tiempo se ha detenido. Es decir, las próximas siete horas para él no contarán. Sólo puede dormir, ver la televisión o regresar a su camión, pues parte del reglamento de ese Centro de Distribución es que los operadores no pueden abandonar las instalaciones mientras su camión aún contenga mercancía.
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Despierta por el zumbido de una mosca que ya lo estaba merodeando desde hace rato, y en ese momento él recuerda que necesitaba ir al baño. No lo había intentado porque sabe que en estas instalaciones no hay agua en los baños y siempre están peor que sucios.
Ni hablar, apechuga y se dirige a los sanitarios, no sin antes dar aviso al segundo guardia que aparece en la escena y que siempre se la pasa vigilando que los operadores no se salgan, si acaso pueden encargar una garnacha a la señora que tiene su puesto en la esquina de la calle y que siempre manda a su hija para ver si se les ofrece algo.
Ahora regresa con hambre y con más sueño. Añora su casa, su cama y su comida, pero rápido se le va la nostalgia porque la niña grita que llevan todo sus gorditas. Asienta con la cabeza y se vuelve a acomodar en la silla de antes. Después de comer, nada. Ni duerme ni descansa ni avanza ni sale ni se regresa ni le descargan… nada.
Diez horas después salió de ese Cedis con algún rumbo, en realidad en esta ocasión no importa hacia dónde iba, ya que no pudo. Había recorrido casi 100 kilómetros y decidió mejor orillarse. Los ojos se le cerraban y ya se había tomado dos vasos de café. Por más que le han insistido él no consume pericos o cualquier otra sustancia para espantar el sueño. Puro café y agua simple.
Más importante para él ha sido escuchar a su cuerpo. Y en este caso a sus ojos y a su cerebro que ya estaban nublados, paseados, agotados. Alcanzó a llegar a un parador donde sabe que es poco probable que le pase algo y, a pesar de eso, llama a su patrón para avisar que necesita descansar.
Y así fue cerrando los ojos durante las próximas cuatro horas, cuando habrá de tomarse otro café y continuar su viaje, igual que nosotros, Al Lado Del Camino.
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