A Juan «El Borrego» García le gustaban los tractocamiones desde que era niño. Allá en el barrio donde creció, en Puebla, el papá de un amigo suyo manejaba un torton, pero para él era el vehículo más grande que había visto, y cada que podía se subía con el amigo para simular que estaban trabajando. Ese era su juego favorito.
Incluso recuerda que a veces no había nadie en la calle y él se subía al estribo del camión nomás para verlo e imaginar cómo sería trabajar de trailero. El papá del vecino lo veía de lejos y le abría para que se subiera, aunque su hijo no estuviera.
“Ándale, Borrego, súbete. Ahorita llega mi hijo y le digo que te alcance”.
Desde aquellos años, había más personas que le decían Borrego en lugar de Juan. Sus hermanos le pusieron así, no por los chinos, sino porque siempre los seguía a todos lados.
Era inquieto y no sabía estarse tranquilo ni dos minutos. Quizá por eso no le fue bien en la escuela y seguido lo expulsaban o lo cambiaban, hasta que su madre optó mejor por ponerlo a trabajar, ayudando en una tienda de materiales.
“Ahí ya verás cómo hasta te pagan por andar haciendo cosas. A ver si así te aplacas”, le decía.
Y ahí también llegaban los camiones de volteo a cargar y a descargar. Ahí aprendió a manejar a los 14 años, pero no podía cambiar de trabajo, pues después de la jornada de 10 horas tenía que volverse a la casa para cuidar a su abuelo.
Un poco su madre le había dicho que como no quería ir a la escuela, ahora le tocaba a él ayudarle con el abuelo, enfermo desde siempre, y no había más que pudiera echarle la mano, ya que sus demás hijos ya se habían casado o seguían estudiando.
Un amigo suyo lo invitó a trabajar a una fábrica en la que hacían tornillos. Ya tendría prestaciones y el trabajo no era tan pesado, hasta le iban a pagar un poco más por los bonos de puntualidad y productividad.
Así lo hizo y estuvo ahí trabajando unos tres años hasta que un camión de aquella empresa se quedó sin chofer. El supervisor que debía enviar esa carga preguntó que si alguien sabía mover el vehículo y rápido el Borrego alzó la mano.
“A ver, pues, sácalo y estaciónalo allá enfrente. Ahorita veo si te lo llevas o qué hacemos”.
Rápido y bien así lo hizo. Y no fueron pocos los que se sorprendieron por la facilidad con que hizo las maniobras. El supervisor tenía urgencia, pero también notó la pericia del Borrego, así que le indicó a donde tenía que llevarlo.
Lo demás es historia, dice Juan. Lo sacaron de la fábrica para subirlo al volante y él era feliz. Ganaba más y no descuidaba a su abuelo.
Poco tiempo después el abuelo falleció y le preguntó a su madre si podía pedir trabajo en una empresa que buscaba operadores quinta rueda, pero que ahí sí era estar fuera de casa muchos diás.
La madre le dio la bendición y desde entonces no ha bajado del camión. Ya lleva casi 20 años manejando y aprendiendo. Para él tanto el camión como el camino requieren mucho respeto, pues si los cuidas, ellos te cuidarán.
Ya es padre de dos y su madre es testigo de que su hijo cumplió su sueño. Ahora para él todo gira alrededor del transporte, y hasta comenzó una colección de vehículos a escala, que ahora comparte con sus hijos, quienes ya alzaron la mano para seguir sus pasos.
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“Todavía están chavos, pero si eso quieren, pues mejor que yo les enseñe y les diga todo lo que sé. A mí me hubiera gustado tener un padre o una guía. Un poco como el papá de mi amigo allá en Puebla, alguien que me dejara ver eso que me interesaba. Y pues ahora me toca a mí”.