Al fondo de la carretera se ve puro cielo. Casi amarillo. No hay nubes, sólo algunos vehículos que van y vienen con el halo del infierno resoplando a su paso: el aire se asfixia con su propia respiración, se evapora y se condensa en pequeñas e infinitas cápsulas de fuego. La ola de calor puede llegar a ser estimulante o será que atrofia la percepción. Quizá ambas. 

Aunque este conductor lleva varias botellas de agua para el camino, no hay un solo sorbo que ahuyente la sed; le llueve la frente y ya lleva tres cambios de playera, pues la anterior estaba más empapada que la primera. Incluso tiene la sensación de que el pedal es de carbón vivo a pesar de las botas de casquillo. 

Va despacio, a menos de cincuenta kilómetros por hora. No quiere detenerse porque debe llegar a tiempo y, además, no se mira una sombra en toda la periferia. No tendría caso escapar del calor de su tractocamión para bajarse a la sucursal del infierno en Veracruz. 

Avanza mientras intenta secarse la frente con un trapo que ya chorrea todo el sudor acumulado de las últimas dos horas; él se engaña y piensa que todavía funciona, pero no es preciso, ya que es probable que esa pequeña toalla esté más mojada que él, pero no se rinde, se la pasa por la frente, el cuello y al final por las manos. 

Casi desde que arrancó el viaje se quitó los guantes porque le ardían las manos; aún es seguro controlar el volante, pero lo que ahora le preocupa es que ese humo evaporado que se despega de la carretera cada vez es más claro y nítido, incluso cree que lo puede oler, como azufre. 

Le preocupa, entonces, porque esto nunca le había pasado. ¿Será que esté cansado, que necesita dormir o quizá sea el calor que ya empieza a hacer estragos en su cerebro? ¿Está alucinando, tendrá fiebre? De pronto piensa en tirarse un clavado en una alberca de agua helada; la imagen lo refresca, pero una moto que lo rebasa furibunda lo trae de regreso a Comala. 

No está en Comala, lo sabe, pero siempre imaginó que cualquier lugar donde se sintieran más de 40 grados sería justo eso, como un comal, como si él fuera una tortilla quemándose y cuyo único alivio es cuando le dan la vuelta para quemarse ahora del otro lado. 

De pronto un escalofrío lo sacude de la sien hasta la punta de los pies. Suda más, chorrea como una llave o como una manguera, como una pipa recién volcada. De pronto se da cuenta de que sigue en la carretera, que ya va circulando a 20 kilómetros por hora y cobra conciencia de que no sabe bien qué está pasando. Qué le está pasando. 

Al fin se orilla y quiere ahogarse con las enormes bocanadas que le roba a la botella de agua. Se le chorrea por la barbilla, el cuello y el pecho; ya no hay diferencia entre su playera antes y después de esta escena. 

Respira profundo tres veces y logra volver en sí; toma su teléfono y llama a la empresa para avisar lo que le pasa, les dice que no sólo no puede avanzar, sino que tampoco se puede quedar. Está en medio de la nada y no está en condiciones de seguir manejando. 

No tiene una sombra donde arrimarse ni a quien pedirle ayuda. Quien recibe la llamada activa un protocolo para estas emergencias y se comunica con otro operador que no está lejos, pero tardaría unos 20 minutos en estar ahí por él. No tiene opción: es otra víctima de la espera.

Quizá se quedo dormido o tal vez seguía alucinando, pero para él sólo estaba la misma alberca en su mente, esperándolo, arropándolo con su agua helada y dándole lo único que él quiere en este momento. 

El colega llegó y le dio más agua, le ayudó a bajarse del camión para subirlo al otro y llevarlo ahí adelantito donde está una caseta y siempre hay servicio médico. Ya luego volvería por el tracto. 

Mientras le ayudaba, el primero decía cosas sin sentido y su cuerpo parecía de chicle, como si estuviera a punto de desvanecerse; el segundo le decía que aguantara y le echaba agua en la cabeza.

Llegaron. Rápido pidió auxilio y dos paramédicos se encargaron de bajarlo, meterlo a esa suerte de consultorio y aplicarle suero. Para ellos esto es común, de tal manera que estaban preparados. Media hora después terminó esta especie de sueño o quizá pesadilla. 

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Su temperatura estaba normal y le dieron suero para llevar. Sí podría llegar a su destino, en la Ciudad de México. De cualquier manera, el colega lo escoltaría casi todo el camino y se fueron en constante comunicación. Vivió para contarla y para seguir, al igual que nosotros, Al Lado del Camino. 

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