La tarde en que Joel Anaya habría de caminar por última vez no hacía calor. El sol se había escondido detrás de unas nubes opacas. El sabor que el aire dejaba en la boca era rancio, como podrido. Las tres personas que vivieron esta historia nunca olvidarán el ruido de aquella bala furiosa y cruenta que hirió casi de muerte a quien cuenta este relato.
El Monstruo Anaya (10-28) había sido operador desde los 19 años. No hay nada en la vida que le guste más que los tractocamiones. Casi 20 años después empezó una relación con la Flaca, la dueña de un establecimiento pegadito a la caseta de La Carbonera, de sur a norte, antes de cruzar.
Al poco tiempo de la relación tuvieron una hija, Emily. Tras registrarla, Joel descubrió que la Flaca lo engañaba con uno de sus mejores amigos, El Sureño. Le dolió la traición de ambos, pero entendió que lo más importante para él, en ese momento, no era ni su pareja ni la amistad, sino su hija, con apenas tres meses de nacida.
Religiosamente pasaba a dejar el gasto para su hija y cada vez le costaba más trabajo verla. La madre se la escondía y de a poco fueron perdiendo comunicación. Ya para ese entonces, el Monstruo conducía para González Trucking y si bien tenía atorado el coraje contra ambos, le preocupaba que ya no lo dejaban ver a la niña.
Y no fue sino hasta un viernes de marzo en que llegó al restaurante de la Flaca cuando la abordó para saber porqué no lo dejaba ver a su hija. Ella le dijo que la esperara allá afuera y que ahorita platicaban. Joel salió del lugar y aguardó unos minutos. Un amigo operador lo esperaba dentro del lugar.
Ella no demoró demasiado y salió acompañada por el Sureño. El Monstruo le dijo que lo único que quería era ver a su hija, que era su derecho, que no quería problemas. Ella le dijo que no, que ya no la iba a ver que le hiciera como quisiera. Él insistió y, justo en ese momento, el tercero intervino con un tono más violento en medio de insultos, incluso retando a golpes a Joel, para finiquitar el asunto.
–Sale pues, dijo el Monstruo. Tú y yo solos a ver de a cómo nos toca.
–Eso sí, advirtió el sureño, si yo gano no te vuelves a parar por aquí.
–Pero si tú pierdes, no te vuelves a meter en asuntos que no te incumben, respondió el Monstruo.
Así quedaron. Un enfrentamiento a golpes detrás del establecimiento para saldar la deuda que ambos traían atorada. Ella fue con ellos para allá atrás y justo antes de que se encararan, sacó una pistola de su bolso. Se la dio al Sureño y le dijo que hiciera lo que tenía que hacer, que no fuera cobarde si es lo que había querido desde el principio.
El Monstruo le dijo que bajara el arma, que habían quedado de pelear a puño limpio. El Sureño temblaba, disparó al aire, empezó a sudar. Ella lo seguía azuzando para liquidar el asunto de una buena vez. Cuando el Monstruo vio que aquel no hacía nada lo retó a que bajara el arma o disparara. No hacía nada. Se quedó paralizado.
El Monstruo le dijo que si no iba a hacer nada entonces para qué lo había retado. “Con y sin arma eres un cobarde”, le dijo y se dio la vuelta. Camino iba rumbo a la puerta del restaurante cuando antes de darla vuelta en la esquina sintió el impacto que le partía la espalda. Un calor seco le congeló la cadera y solamente alcanzó a meter las manos para no estrellarse con el piso. En su cabeza rezumbaba el estallido de la bala que le deshacía los huesos.
Intentó levantarse. No pudo. El Sureño se armó de valor y se le encimó para apuntarle en la mera cabeza. La reacción del Monstruo fue decirle que ya estuvo, que ya lo había lastimado y que ya no podía hacer nada. “Tú ganas”, le dijo. Pero aquel seguía escupiendo amenazas de muerte y ella le decía que lo rematara de una vez.
El amigo del Monstruo salió a buscarlo y cuando vio la escena quiso ayudarlo, pero el Sureño lo amenazó y le dijo que no se metiera. Incluso entró al restaurante para advertir que si alguien decía algo, así le iba a ir. Sacaron a todos los comensales y cuando, al fin, Joel llegó arrastrándose a la puerta, le quitaron el reloj y sus gafas, para que pareciera un robo. El hombre armado les dijo a todos que se fueran rápido, quería ver allí sus camiones. Se subió con la Flaca a la camioneta y huyeron.
Minutos después el amigo del Monstruo llegó con los federales y una ambulancia de Capufe. Los paramédicos no lo querían trasladar, pues creían que ya era demasiado tarde. La Policía Federal dio la orden y enseguida lo llevaron al Hospital General. Apenas llegó al nosocomio el herido se desmayó por más de 72 horas.
Cuando despertó le dijeron que no volvería a caminar, que la ojiva de la bala se había hospedado en una zona muy peligrosa y que intentar extraerla implicaría perder la vida o la movilidad completa con todo y el habla. Él se negó. Hoy vive sobre una silla de ruedas y no ha sabido nada de su hija. Su caso ha pasado por cuatro Ministerio Públicos y no está resuelto.
González Trucking le dio todo el apoyo necesario para enfrentar su situación. Una vez que se encuentre estable, Joel Anaya quiere convertirse en radio técnico para aprender a arreglar los radios y estéreos de los colegas operadores. Confía en que se le haga justicia y desea volver a ver su hija, ahora de tres años. Sabe que ahora, desde otra trinchera, tendrá que escribir el siguiente capítulo de esta remota Autopista del Sur.